lunes, diciembre 20, 2004

Duende y Hada

Advertencia: Este cuento lo escribí con insomnio a las ocho de la mañana. No me parece prudente llamarlo cuento: descripción o delirio sería más adecuado. Cómo le dije a una amiga, cuando tengo insomnio es cuando soy más sincero, y más confuso. No sabía como terminarlo, ya que la línea del cuento da para hacerlo eterno (que me gustaría). Critiquen sin miedo.

Las infinitas "Y" son a propósito. Probablemente sean molestas.

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Una vez, en un profundo bosque, un duende vivía en lo alto de un verde roble. Su árbol crecía en una hinchazón del suelo cubierta de musgo, como casi todo el bosque, cuyo techo no hendían los rayos del sol. Vivía entre la corteza y el tronco, en todos los rincones en los que se pudiera acomodar. Gusanos, pájaros carpinteros y otros bichitos eran su compañía. Pues tal era el bosque, tal su color: verde. Pero no un simple verde: un verde profundo, oscuro, cambiante, oro a la luz del sol que jugaba en los arabescos. El duende no tenía nombre, ni nada por allí lo tenía; porque los nombres los ponen los hombres, o los elfos, o cualquier criatura que se habla con palabras. Pero el duende no hablaba.

Las hojas se doraban en otoño. Luego, se ruborizaban. También el duende, enamorado de un hada que vivía en un abeto cercano, que no conocía el otoño. Y él iba a vivir con ella en el invierno, cuado su árbol quedaba desprotegido. Entonces los rayos quemantes del Sol penetraban sin freno, pero en esa fría época el cielo era casi siempre gris, y el frío se mitigaba entre las agujas del abeto, bajo la nieve, en el abrazo del hada.

Era ella un hada. No vivía en la corteza, pues no amaba tanto los gusanitos, y prefería las hojas, e incluso los rayos del sol, que gustan más de las copas de los abetos. Cantaba, cuando el tiempo era cálido, y las aves trinaban por doquier. Había algunas flores en el bosque, que asomaban entonces su color al rocío; y una niebla áurea bajaba de los plátanos y de todas las plantas cuyos pólenes y polvillos arrojaba al aire la brisa. Pero entonces volvía el duende a su árbol, a crecer con él mientras crecía, a alabar cada nueva veta de viva madera, cada hoja desde brote. A mirar la vida, y dejarse llevar, asombrado. Pues tal era el sentido de su existencia.

Mirar, sin manchar. Bailaba por la madera, subía con la savia y volvía a bajar, hasta la fría raíz, donde la noche era eterna. Y aprendía de la raíz como soportaba en paz la oscuridad, y lanzaba sus ramas a la luz. Allí había mil secretos que el duende desvelaba, y olvidaba, pues amaba contemplar, y volver a hacerlo; y no deseaba apoderarse de nada. Subía a la superficie llevada por las hormigas, que no notaban su peso. Allí paseaba un rato por el bosque de trébol que crecía, y el musgo le acariciaba los pies. Algunas veces ella venía a su encuentro sobre la musgosa hierba; y allí los veían las hormigas, porque ellos sabían que eran felices de verlos.

Volvía al serenarse sobre la roca, atento a los nudos, a las suaves rajaduras de la corteza. Las hojas volvían a la vida. Verdes, frescas y doradas, de una magia tal que esas tres cosas podían ir juntas. Y pasaba largos días sobre el frío granito, que el musgo cubría del verde que el duende más amaba. En la noche subía en alas del búho que tenía su nido en lo más alto de la copa. Allí se elevaba, sostenido entre las ramas, tumbada hacia atrás la cabeza, los ojos reflejando las estrellas del cielo. Y pasaba la noche en contemplarlas. Y veía en ellas toda la belleza de su hermosa hada, que era pura y distante, pero cálida y hermosa. Y les componía poesía sin voz, sin palabras que la atasen burdamente. Les hablaba en ella de su hada, y las comparaba, y recordaba aromas y flores, y trinos dorados.

Y algunas veces bajaba al abeto, donde la encontraba durmiendo, dulce y frágil, cayendo como en una cascada sus dorados cabellos por entre las hojas. Era su lecho un lecho de hojas, y las puntas del abeto no le hacían daño, sino que se curvaban bajo su pecho. Y él la miraba horas enteras, envuelta en su suave aura. Y pasaba entre las hojas del abeto, pues amaba como lo atravesaban, y quería saber que sentía allí su hermosa hada.

A veces llovía, y esos días de melancolía eran tan hermosos, que el duende unía sus lágrimas a las del cielo, y se emocionaba al oir el trueno. Su hada lo buscaba entonces, y la abrazaba mirando el cielo, sentados entre las ramas. A veces eran grandes tormentas, y el viento atacaba violento, y el duende se exponía a él, sintiendo su frío y su poder; pero otras veces llovía poco, y el cielo gris era claro. Y entonces él y su hada bailaban en el aire, dando vueltas sobre el bosque.

¿Seguirá allí viviendo el duende?

¿Seguirá allí estando el bosque?

¿Seguirá amando a su dulce hada?

Porque él no vivía en el tiempo, y todo su mundo es eterno. Fluía la vida, pero no se estropeaba, y crecía, y el duende estaba siempre atento. Viviendo en sueños. Pues él y su hada no distinguen una cosa de la otra, y la vigilia es hermosa, y en su alma es la natura la herrera de maravillas. Podían ver la maravilla en cada suceso, en todo crecer un acto de amor. Al germinar la nueva semilla, al florecer la nueva flor; al crecer lento las plantas, al despejarse los cielos. Cuando tocaba el sol con sus rayos la hierba, cuando el viento traía aromas y colores. Cuando, tras la noche oscura, el Sol salía en todos los rincones.

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

holis ferr......como estas???.....bueno espero que muy bien la verdad me gusto mucho tu blog y este cuento es muy lindo y como ya te habia comentado a vos me gusta que no tenga un final cerrado o tipico.....bueno te mando un beshotee enormeeeee y segui escribiendo que lo haces muy bien

Vany

12:29 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

Bonjour, nimeovuk.blogspot.com!
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2:38 p.m.  

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