domingo, abril 16, 2006

¡Blasfemia...!

- Ven, padre, levántate por favor. Tenemos que irnos, ya vienen... ayúdame, déjate curar.
- Septimo... ¿vale la pena?
- No te entregues, aún no.
- Estoy ya muy enfermo.
- No te voy a dejar.
- ¿Qué ha sido del señor?
Septimo recordó a su amo, el patricio que los había liberado. Las noticias de él ya no eran tan frecuentes, porque temían que alguien los descubriera, o peor aún, que él lo descubrieran. Se llamaba Modesto, y era de un alto magistrado, allegado al más querido senador, Mercuriano.
- No lo han descubierto aún. Hoy mismo llegó su último mensaje.
- ¿Y que decía, Septimo querido? - dijo su padre con el rostro aligerado.
- "A las catacumbas".

Ese es la voz que repiten cientos y miles en los márgenes de la ciudad. Lo han dicho patricios mientras eran peinados, lo han dicho obispos en lás últimas reuniones; lo han susurrado los vecinos confabulados. Sólo una manera de escapar de la Muerte: habitar con aquellos que ella se ha llevado. Despojos para vivienda de los marginados.
Septimo y su padre ya no eran esclavos. En cambio, cargaban con un nuevo estigma. El patricio, que había tomado su visión de gente extraña, los había presentado a unos hombres entregados a la revolución del mundo, que lo ayudaron a cuidar de su padre y en todo lo que el amo no se atrevía a hacer abiertamente. Supo Septimo que, en cambio, recibían dinero para mantenerlos. Pero hubo un cambio abruptamente, y las noticias de sus benefactores empezaron a cortarse, y llegar bajo capuchas, o de noche. Poco tiempo,hasta que finalmente se supo: el emperador acusaba a la nueva secta de traidores, de incendiarios, de blasfemos contra los dioses y de toda clase de ignominias. La sociedad romana completa se indignó cuando oficialmente se confirmó lo que los rumores venían anunciando: que la nueva secta asaba niños y escupía sobre los verdaderos dioses. Entonces empezó la persecución.

La puerta fue abierta, y entraron dos hombres robustos y una mujer, risueños. Sonreían como locos, viendo delante de ellos su destino más probable: la condena de la sociedad, y la muerte. Perseguidos sin piedad, ¿eso acaso importaba? ¿Importó alguna vez, en la historia o en su sonrisa?
Llevaban en sí una semilla que cuidar: una semilla que ocultar entre la muerte. Enterrar y hacer brotar con lo que tuvieran. Porque el mundo se caía a pedazos, y las viejas instituciones, ennoblecidas en vano por los héroes y los rituales, eran excusas para explotar al pueblo, y motivo de festines sin freno. Todo lo que había parecido noble, y que había sido llamado noble por sus padres, era ahora lo que solo los miraba con ira, y lo que, nadie deteniendolo, destruía sus vidas.
Tomaron al padre de Séptimo y lo acomodaron en la camilla de cuero, que tomó la forma curvada de su cuerpo doblado. Él apenas se quejó, pero aún así lo hicieron con dulzura y paciencia. Septimo miraba desde la ventana, en el piso de la ínsula, y empezó a apremiarlos, pero no por eso fueron menos cuidadosos.
Marcharon entonces, cubiertos por la noche. Cada esquina una tortura, y veinte esquinas hasta las catacumbas. A la doceava, una patrulla.
Los rodearon. Les preguntaron que sucedía, a donde iban. No era claro ni suficiente. Se hizo ruido, y los vecinos asomaron.
Los soldados intentaron poner calma, pero ya algunos habían bajado a discutir. Una anciana de aspecto suave dijo al pretoriano:
- Esa, esa la conozco. Su nombre es Marcia. Esa estaba con ellos. Su cara de hechizera, demasiado hermosa, es muestra de eso. ¿Quién sería tan loco de sonreírse así?
Algunos vecinos lo escucharon, y uno de ellos dijo:
- Sí... aquél, ¿no estabas junto a ese Pedro?
- Sí, yo lo vi irse de noche a donde se reunían. Llevaba con él a un niño que no volvimos a ver.
- Sí, son... lo vi trazar un pescado en la arena. ¡Qué vulgar símbolo para un dios!
- ¡Traidores! ¡Inhumanos!
Marcia los miraba sonriendo con la boca, pero con un brillo de dolor en los ojos. Septimo lloraba, y su padre se escondía...
- ¡Y tú, esclavo, liberado por el perro de tu amo! ¿Qué has hecho para que te liberara? ¿Cuanto te ha costado la enfermedad de tu padre?
El jefe de la patrulla mandó a los suyos a frenar a algunos que ya se abalanzaban sobre los detenidos. Sentía, como guerrero, admiración por el valor de los hombres que había detenido, y algo de fascinación por su locura. Pero eran asesinos, y blasfemos: los vecinos tenían razón.
- Vendrán con nosotros... serán juzgados. Si son hallados cristianos... entonces, serán condenados.
- ¡Lo son, lo juro por el mismo Apolo a quien veneramos!
- ¡Lo son, por la casta Diana!
- ¡Puedo probarlo, puedo probarlo!
- Entonces - dijo el pretoriano frunciendo el ceño - venid mañana al magistrado y sed testigos. ¡Vamos!
Septimo fue contra su padre, y le envolvió la cabeza con el brazo. Lloraba sin cesar, sintiendose deshacer de a poco, fascinado por la imagen de Marcia, y aterrorizado por los sonidos del metal que llevaban encima los soldados. Marcia y los dos hombres iban erguidos sonrientes, cantando cuando no eran callados. No habían llegado a las catacumbas... la ira de Jupiter los había alcanzado.

- ¡Ahí! Ahí salen a la luz, las costillas, mira, las costillas - decía un hombre desde las gradas, mostrandole algo a su compañero.
- ¡Ahhhh! ¡que horror! - respondió el otro, mientras se afanaba en ver más - ¡todavía respira, mientras lo desgarra, todavía se queja! ¡Su estómago, ahí cae! ¡Perro cristiano!
- Y ese niño, es apenas un niño el que lo trata de rescatar. ¡Hasta sus niños están corruptos hasta la médula! ¡Hasta sus niños han entregado a la brujería y la perversión!
Septimo vio como su padre lo miraba, antes de que el león le arrancara la vida con el corazón, destrozado bajo las garras que atravesaban las costillas. Se dejó caer sobre su ensangrentada cabeza, y loco de dolor, la tomó entre las manos y la besó. Cayó de rodillas, golpeando al león con sus puños frágiles en el morro, golpeandolo y rogándole a su dios piedad. Desde las tribunas, un bufón lo imitaba burlonamente, y las gradas enteras reían de su chanza. Miró los restos y vio los suyos propios, una luz extinguida y un sueño machacado. Su carne, su piel que lo había acompañado, abierta... ese hueso que había sido suyo, arrojado lejos de él. Para siempre, y la tribuna riendo, y la escupida del emperador. ¡Cantan, cantan los cristianos entre las fauces! ¡Cantan, cantan suplicando a un vano Dios! ¡Cantan, cantan mientras su sangre se cae! ¡Cantan, cantan y nos reímos de su canción!

¡Herejes! ¡Profanos! ¡Blasfemos!
¿Tenían esperanza de algún lugar mejor?

Quien lo ha hecho, ríase ahora de los cristianos. Descargue otra vez sus ironías, diga fácilmente que su carne era sosa, que la muerte les sentaba bien.

¿Resulta incómoda la marginación? ¿Sienta incómodo ser distinto, sufrir la condena de los mismos marginados? ¿Sienta incómodo decir la verdad a cualquier costa, defendiendo a la disminuída ciencia, a Satán y al pobrecito paganismo porque queda cool, pero alentando con la masa cuando la idea es hacer a alguien chivo expiatorio de nuestro sufrimiento? ¿Son plebeyos pobres destrozados por un imperio despótico y tiránico, condenados por la masa, depositarios de los males que pueden atribuir al cristianismo, a sus formas tardías, al fracaso de su designio, de su sueño ingenuo para la humanidad? ¿Son sus huesos culpables del llanto de la tiranía a los campesinos durante un completo milenio, del llanto de los americanos, de las guerras infinitas desolando y arrebatando la vida a los hijos del desierto? ¿Llevaban los cruzados algo más que una esperanza de vida y su terrible ignorancia, cuando morían en tierras distantes, y sus madres los lloraban sin saber que les había sucedido? ¿No lloró San Francisco en tierra santa, al ver lo que se había hecho en nombre de la fé? ¿No se lamentaron los sacerdotes paganos de ver a sus dioses escupidos por sus jefes, cuando los obligaban a ser oráculos de poder terrenal? ¿No somos todos los mismos hombres, los mismos hijos, los mismos padres que el judío crucificado, que la persa violada por los soldados de Alejandro, que los hombres de Chipre pasados descabezados por los sarracenos, que los árabes quemados por los españoles? ¿Importa quien era A que mataba y quien era B al ser muerto? ¿Es que acaso el que A sea A lo hace menos culpable, o es que acaso el que B sea B lo hace merecedor?

Perdón, pero, ¿qué ideales defendemos? ¿Creemos que todos los hombres son iguales? ¿Creemos en la libertad de expresión? ¿Creemos en lo que decimos, o seguimos a la masa? ¿De qué calibre es nuestra revolución? La ironía es una forma civilizada de violencia: cuando faltan los argumentos, nos reducimos a ella.

Cada uno es libre de juzgar si el propase amerita la reacción. Por lo pronto, cuando se siente que algo de valor universal fue atropellado, levantar picas para frenar la embestida de la caballería, es lo menos que puede hacerse. Cláveselas quien no frene.