jueves, abril 20, 2006

Luces de mercurio

Oh, misteriosas luces de la noche...

Entre las lámparas de mercurio, cuando sus auras quedan atrapadas por las hojas de los árboles, crecen y se extinguen en una sola noche cientos de espíritus danzarines. Son esos los destellos de las hojas envolviendo los faroles, espíritus hijos de los que antaño se dispersaban alrededor de las fogatas, ahuyendando a las fieras con sus risas y anunciando la dicha de los hombres que allí reían, o de los padres que contaban a sus hijos las historias, o de los amantes que se posaban a su lumbre. Herederos de hermosos recuerdos, siguen la fábula alrededor de las hojas estos duendecillos, sembrandolas de misterio y encanto. Su sol es de mercurio, ya no un auténtico sol, sino un heredero de él, un reflejo de su fulgor. Su nacer y morir es por eso entonces un milagro de esperanza.

Algún día nos reuniremos otra vez frente al fogón, y danzarán de gozo en chispas asombrosas que harán empalidecer a los más caros fuegos de artificio, y nos acariciarán con su danza, y seremos chispas iluminadas por su refulgir como luciernagas de la piel y del follaje.

Poema XXXIV - Dicha de las estaciones

Déjame probar como enterrarme en ese abismo
como soñar con tanta humedad hecha miel
tu tierra de hadas y sueños de otoño
son pardos o verdes, primaveras y otoños
y esperan el rojo intenso del estío
que venga a madurar en un fruto delicioso
y haga que tu flor se derrame en su néctar
que tu néctar rebose y de tu perfume se llene
el bosque y todo nuestro hermoso ambiente.

Está esperando el estío colorado
carmesí de incendio, escarlata de fruto
bordó de rubor, carmín de sangre
rojo de pasión y encarnado su fulgor
que como una manzana de la que sedienta
lleves días desde el invierno
te de su calor y al entrar en vos
deje tu dicha colmada.

Te adoro mi vida, acaricio tu piel
y la lleno de mis sueños y reflejos
mientras entro y me fundo y te lleno
con mi fruto maduro y pleno
y derramo la miel bebiendo el néctar
desparramándolo por doquier.

domingo, abril 16, 2006

Poesía XXXIII - Mediocridad

¿Para qué dar agua pura
para limpiar el lodazal?
¡Mantenga el agua su pureza
y el barro, su suciedad!


¡Oh, lástima de avaricia
que el agua temes mezclar
teniendo de tu agua pura
para drenar todo un mar!

¡Blasfemia...!

- Ven, padre, levántate por favor. Tenemos que irnos, ya vienen... ayúdame, déjate curar.
- Septimo... ¿vale la pena?
- No te entregues, aún no.
- Estoy ya muy enfermo.
- No te voy a dejar.
- ¿Qué ha sido del señor?
Septimo recordó a su amo, el patricio que los había liberado. Las noticias de él ya no eran tan frecuentes, porque temían que alguien los descubriera, o peor aún, que él lo descubrieran. Se llamaba Modesto, y era de un alto magistrado, allegado al más querido senador, Mercuriano.
- No lo han descubierto aún. Hoy mismo llegó su último mensaje.
- ¿Y que decía, Septimo querido? - dijo su padre con el rostro aligerado.
- "A las catacumbas".

Ese es la voz que repiten cientos y miles en los márgenes de la ciudad. Lo han dicho patricios mientras eran peinados, lo han dicho obispos en lás últimas reuniones; lo han susurrado los vecinos confabulados. Sólo una manera de escapar de la Muerte: habitar con aquellos que ella se ha llevado. Despojos para vivienda de los marginados.
Septimo y su padre ya no eran esclavos. En cambio, cargaban con un nuevo estigma. El patricio, que había tomado su visión de gente extraña, los había presentado a unos hombres entregados a la revolución del mundo, que lo ayudaron a cuidar de su padre y en todo lo que el amo no se atrevía a hacer abiertamente. Supo Septimo que, en cambio, recibían dinero para mantenerlos. Pero hubo un cambio abruptamente, y las noticias de sus benefactores empezaron a cortarse, y llegar bajo capuchas, o de noche. Poco tiempo,hasta que finalmente se supo: el emperador acusaba a la nueva secta de traidores, de incendiarios, de blasfemos contra los dioses y de toda clase de ignominias. La sociedad romana completa se indignó cuando oficialmente se confirmó lo que los rumores venían anunciando: que la nueva secta asaba niños y escupía sobre los verdaderos dioses. Entonces empezó la persecución.

La puerta fue abierta, y entraron dos hombres robustos y una mujer, risueños. Sonreían como locos, viendo delante de ellos su destino más probable: la condena de la sociedad, y la muerte. Perseguidos sin piedad, ¿eso acaso importaba? ¿Importó alguna vez, en la historia o en su sonrisa?
Llevaban en sí una semilla que cuidar: una semilla que ocultar entre la muerte. Enterrar y hacer brotar con lo que tuvieran. Porque el mundo se caía a pedazos, y las viejas instituciones, ennoblecidas en vano por los héroes y los rituales, eran excusas para explotar al pueblo, y motivo de festines sin freno. Todo lo que había parecido noble, y que había sido llamado noble por sus padres, era ahora lo que solo los miraba con ira, y lo que, nadie deteniendolo, destruía sus vidas.
Tomaron al padre de Séptimo y lo acomodaron en la camilla de cuero, que tomó la forma curvada de su cuerpo doblado. Él apenas se quejó, pero aún así lo hicieron con dulzura y paciencia. Septimo miraba desde la ventana, en el piso de la ínsula, y empezó a apremiarlos, pero no por eso fueron menos cuidadosos.
Marcharon entonces, cubiertos por la noche. Cada esquina una tortura, y veinte esquinas hasta las catacumbas. A la doceava, una patrulla.
Los rodearon. Les preguntaron que sucedía, a donde iban. No era claro ni suficiente. Se hizo ruido, y los vecinos asomaron.
Los soldados intentaron poner calma, pero ya algunos habían bajado a discutir. Una anciana de aspecto suave dijo al pretoriano:
- Esa, esa la conozco. Su nombre es Marcia. Esa estaba con ellos. Su cara de hechizera, demasiado hermosa, es muestra de eso. ¿Quién sería tan loco de sonreírse así?
Algunos vecinos lo escucharon, y uno de ellos dijo:
- Sí... aquél, ¿no estabas junto a ese Pedro?
- Sí, yo lo vi irse de noche a donde se reunían. Llevaba con él a un niño que no volvimos a ver.
- Sí, son... lo vi trazar un pescado en la arena. ¡Qué vulgar símbolo para un dios!
- ¡Traidores! ¡Inhumanos!
Marcia los miraba sonriendo con la boca, pero con un brillo de dolor en los ojos. Septimo lloraba, y su padre se escondía...
- ¡Y tú, esclavo, liberado por el perro de tu amo! ¿Qué has hecho para que te liberara? ¿Cuanto te ha costado la enfermedad de tu padre?
El jefe de la patrulla mandó a los suyos a frenar a algunos que ya se abalanzaban sobre los detenidos. Sentía, como guerrero, admiración por el valor de los hombres que había detenido, y algo de fascinación por su locura. Pero eran asesinos, y blasfemos: los vecinos tenían razón.
- Vendrán con nosotros... serán juzgados. Si son hallados cristianos... entonces, serán condenados.
- ¡Lo son, lo juro por el mismo Apolo a quien veneramos!
- ¡Lo son, por la casta Diana!
- ¡Puedo probarlo, puedo probarlo!
- Entonces - dijo el pretoriano frunciendo el ceño - venid mañana al magistrado y sed testigos. ¡Vamos!
Septimo fue contra su padre, y le envolvió la cabeza con el brazo. Lloraba sin cesar, sintiendose deshacer de a poco, fascinado por la imagen de Marcia, y aterrorizado por los sonidos del metal que llevaban encima los soldados. Marcia y los dos hombres iban erguidos sonrientes, cantando cuando no eran callados. No habían llegado a las catacumbas... la ira de Jupiter los había alcanzado.

- ¡Ahí! Ahí salen a la luz, las costillas, mira, las costillas - decía un hombre desde las gradas, mostrandole algo a su compañero.
- ¡Ahhhh! ¡que horror! - respondió el otro, mientras se afanaba en ver más - ¡todavía respira, mientras lo desgarra, todavía se queja! ¡Su estómago, ahí cae! ¡Perro cristiano!
- Y ese niño, es apenas un niño el que lo trata de rescatar. ¡Hasta sus niños están corruptos hasta la médula! ¡Hasta sus niños han entregado a la brujería y la perversión!
Septimo vio como su padre lo miraba, antes de que el león le arrancara la vida con el corazón, destrozado bajo las garras que atravesaban las costillas. Se dejó caer sobre su ensangrentada cabeza, y loco de dolor, la tomó entre las manos y la besó. Cayó de rodillas, golpeando al león con sus puños frágiles en el morro, golpeandolo y rogándole a su dios piedad. Desde las tribunas, un bufón lo imitaba burlonamente, y las gradas enteras reían de su chanza. Miró los restos y vio los suyos propios, una luz extinguida y un sueño machacado. Su carne, su piel que lo había acompañado, abierta... ese hueso que había sido suyo, arrojado lejos de él. Para siempre, y la tribuna riendo, y la escupida del emperador. ¡Cantan, cantan los cristianos entre las fauces! ¡Cantan, cantan suplicando a un vano Dios! ¡Cantan, cantan mientras su sangre se cae! ¡Cantan, cantan y nos reímos de su canción!

¡Herejes! ¡Profanos! ¡Blasfemos!
¿Tenían esperanza de algún lugar mejor?

Quien lo ha hecho, ríase ahora de los cristianos. Descargue otra vez sus ironías, diga fácilmente que su carne era sosa, que la muerte les sentaba bien.

¿Resulta incómoda la marginación? ¿Sienta incómodo ser distinto, sufrir la condena de los mismos marginados? ¿Sienta incómodo decir la verdad a cualquier costa, defendiendo a la disminuída ciencia, a Satán y al pobrecito paganismo porque queda cool, pero alentando con la masa cuando la idea es hacer a alguien chivo expiatorio de nuestro sufrimiento? ¿Son plebeyos pobres destrozados por un imperio despótico y tiránico, condenados por la masa, depositarios de los males que pueden atribuir al cristianismo, a sus formas tardías, al fracaso de su designio, de su sueño ingenuo para la humanidad? ¿Son sus huesos culpables del llanto de la tiranía a los campesinos durante un completo milenio, del llanto de los americanos, de las guerras infinitas desolando y arrebatando la vida a los hijos del desierto? ¿Llevaban los cruzados algo más que una esperanza de vida y su terrible ignorancia, cuando morían en tierras distantes, y sus madres los lloraban sin saber que les había sucedido? ¿No lloró San Francisco en tierra santa, al ver lo que se había hecho en nombre de la fé? ¿No se lamentaron los sacerdotes paganos de ver a sus dioses escupidos por sus jefes, cuando los obligaban a ser oráculos de poder terrenal? ¿No somos todos los mismos hombres, los mismos hijos, los mismos padres que el judío crucificado, que la persa violada por los soldados de Alejandro, que los hombres de Chipre pasados descabezados por los sarracenos, que los árabes quemados por los españoles? ¿Importa quien era A que mataba y quien era B al ser muerto? ¿Es que acaso el que A sea A lo hace menos culpable, o es que acaso el que B sea B lo hace merecedor?

Perdón, pero, ¿qué ideales defendemos? ¿Creemos que todos los hombres son iguales? ¿Creemos en la libertad de expresión? ¿Creemos en lo que decimos, o seguimos a la masa? ¿De qué calibre es nuestra revolución? La ironía es una forma civilizada de violencia: cuando faltan los argumentos, nos reducimos a ella.

Cada uno es libre de juzgar si el propase amerita la reacción. Por lo pronto, cuando se siente que algo de valor universal fue atropellado, levantar picas para frenar la embestida de la caballería, es lo menos que puede hacerse. Cláveselas quien no frene.

sábado, abril 08, 2006

Poema XXXI - Umbra telúrica - Torrente

En la pendiente
entre dos robles
rojos del bosque
está latente
el cauce d un arroyo
antaño apagado
aún ausente
siempre deseado
y ahora rojo

Del altar en la cima
cae sangre del ritual
clamamos a los dioses
con un arroyo brutal
que cierren la herida
y oigan nuestras voces

¡Deseamos agua, otra vez
al arroyo que dé
cristal de frescor
y matas a florecer!

Arroyo apagado
cuyo cauce ensangrentamos
y mientras dura la agonía
bajamos y besamos
la sangre en su caída.

Cada uno de nosotros
ha puesto su cuchillo
ha dado algo de sus venas
volcadas sobre la piedra
que en un canal de metal
ha vuelto a la tierra.

Y ahora bajamos todos
unidos observando
la pendiente, acariciando
los oscuros amuletos.

Llevamos en nuestras cabezas
astas de ciervos jóvenes
Plumas de cuervo en las bolsas
arrojamos por doquier
y algún númen sediento
bebiendo el carmesí
apagará nuestra sed.

Nuestra sangre en el canal
se aclara nuevamente
se vuelve fluída y baja
como un impulso del mar
por olas que son latidos
como de un corazón antiguo
de sangre pura y locuaz.

Las heridas se restañan
y nos sentimos completos
¡Oh luz en nuestros sueños
que te vuelves realidad!
¡Bebamos de esta fuente
que nos sirve eternidad!

Poesía pagana. Es casi contradictorio, voy a tener que aprender los idiomas paganos y componerla en ellos y con aliteración, porque la rima es una cosa de las lenguas latinas.
También quería aclarar que el título es Torrente y que Umbra telúrica es una especie de aclaración que significa que la poesía no pertenece al reino de la materia sino al reino de la fantasía telúrica, que son metáforas ancestrales. Todos son Realidad, eso sí.